miércoles, 8 de febrero de 2012

LAS VÍSPERAS SICILIANAS

I Vespri Siciliani - Les Vêpres Siciliennes
30 de Marzo de 1282


 Aquella tarde, cuando las campanas de iglesia del Espíritu Santo de Palermo llamaban a Vísperas, durante unos minutos se produjo un silencio aterrador, tras el cual, la población se alzó contra la guarnición francesa impuesta por su monarca, Carlos I de Anjou. Se produjo una matanza que se extendió inmediatamente a otras localidades de la isla de Sicilia, tras la cual, no quedó un soldado francés  con vida en el territorio.

I Vespri Siciliani de Doménico Morelli

En un vano intento de escapar a la masacre, algunos soldados se acogieron a sagrado, refugiándose en conventos y monasterios, donde trataron de hacerse pasar por sicilianos, a pesar de lo cual, la ira popular los alcanzó, utilizando un Shibboleth dialectal que les permitía distinguir fácilmente a un siciliano fingido de uno verdadero.


El Shibbolet es un término bíblico que aparece en el Libro de los Jueces; se trata de una palabra que, siendo habitual para los habitantes de un país, encierra una complejidad fonológica insalvable para alguien que no tenga la misma lengua nativa, razón por la cual, permite, en un momento dado, desenmascarar a un enemigo que intenta hacerse pasar por amigo, aunque en general, domine el idioma.


Pues bien, en este caso, al francés más conocedor del dialecto siciliano, le resultaba imposible pronunciar correctamente la palabra Ciciri, carencia que supuso en muchos casos, una sentencia de muerte inmediata.


Ramón Muntaner escribio en su Crónica, que la cólera de los palermitanos había surgido espontáneamente, cuando un soldado francés ultrajó a una dama nativa fingiendo que la registraba por sospechar que llevaba armas, pero en general, se acepta mejor la idea de que la sangrienta acción había sido organizada y que el doblar de las campanas, no fue sino la señal convenida para el inicio de la matanza. Ello no impide que, probablemente, la dama fuera violentamente registrada, ni que hechos parecidos se produjeran con frecuencia, encendiendo la ira de los palermitanos frente a la prepotencia de la soldadesca impuesta por el monarca francés, a su vez, impuesto por decisión pontificia, y cuya legitimidad fue siempre puesta en tela de juicio.


Nos situamos en el contexto de la interminable lucha entre Güelfos y Gibelinos, dos facciones opuestas que han dado mucho que hablar en la historia y que representan la lucha por el poder entre el pontificado y el imperio. Los Güelfos, cuya denominación procede de la palabra Welfen; apoyaban a la Casa de Baviera y eran partidarios del pontífice. Los Gibelinos, nombre derivado del castillo de Waiblingen, se alinearon con los Hohensataufen de Suabia en defensa del imperio.

Carlos I duque de Anjou, un hermano de Luis IX de Francia –el Santo-, pese a la arbitrariedad de su designación, aceptó sin dudar, puesto que Sicilia podía servirle de escalón para el logro del sueño de su vida; apoderarse de Constantinopla y hacerse coronar como emperador latino.

El de Anjou tuvo que enfrentarse a Manfredo, hijo de Federico II Hohenstaufen, quien murió en la batalla de Benevento (1266) y a su nieto Conradino, al que mandó decapitar despues de hacerlo prisionero en la batalla de Tagliacozzo (1268). Curiosamente, en este enfrentamiento intervino un castellano, Enrique El Senador, quien acudió en ayuda de Conradino, cuya derrota le valió una prisión de veintitrés años. Habremos de volver sobre este curioso caballero, hijo de Fernando III el Santo y Beatriz de Suabia -una Hohensataufen- y hermano, por tanto, de Alfonso X el Sabio.

Ya libre de enemigos –legítimos pretendientes, en este caso–, Carlos I puso su vista en la mítica Constantinopla, pero para conquistarla necesitaba mucho dinero, así que despojó a los sicilianos quienes, además de quedar arruinados con exhaustivos impuestos, tuvieron que soportar la prepotencia de los soldados y funcionarios franceses. Y así las cosas, cuando en 1282 Carlos I ya se disponía a embarcar en busca de la gloria, hacia Constantinopla recibió la noticia de lo ocurrido en Palermo en aquella cruenta hora de Vísperas.

Después de la matanza, los rebeldes sicilianos, sabiendo que por sí mismos, no tenían ninguna capacidad de defensa, acudieron desesperadamente al pontífice en busca de protección, sin considerar que aquel era francés precisamente, y que él mismo había entregado el reino al de Anjou, por lo que como deberían haber previsto, los recibió con absoluta frialdad y se negó rotundamente a facilitarles cualquier clase de apoyo.

Años antes, algunos señores favorables a los Hohenstaufen, entre ellos, el famoso Roger de Lauria, se habían refugiado en Aragón, donde reinaba Jaime I, cuyo hijo y heredero, Pedro III, se había casado en Montpellier con Constanza de Hohensataufen, hija de Manfredo y nieta de Federico II, de los cuales era la única descendiente y cuyos derechos reconocían y defendían, entre otros, los caballeros refugiados en Aragón. Pedro III se convirtió en defensor de la legitimidad de su esposa frente al dominio francés.

El Cronista Muntaner en el capítulo  LIV de su Crónica, relata Cómo vinieron mensajeros de Sicilia, con gran duelo, llanto y tristeza, a ver al señor rey En Pedro, que estaba en Alcoyll, y de la buena respuesta que dicho señor les dio; y cómo los franceses son gente cruel do quiera que ejercen poder.

Vieron venir de la parte de Levante dos barcas armadas y enteramente despalmadas, las cuales se dirigieron en derechura al puerto llevando ambas las señeras negras. Si me preguntáis qué barcas eran aquellas y a quienes pertenecían, os lo diré, desde luego, los que en ellas iban eran sicilianos de Palermo y entre ellos cuatro caballeros y cuatro sicilianos, hombres todos muy sabios, que venían en mensaje de parte de todo el Común de Sicilia, quienes apenas saltaron en tierra se fueron delante del señor rey, arrojándose a sus pies llorando… empezaron a gritar los ocho a la vez: –¡Señor, mercedi! – Añadiéndose a esto que iban todos vestidos de negro. ¿Qué os diré? Al verlos el señor rey les dijo: 

–¿Pero, qué es lo que pedís? Decid: ¿qué gente soys y de dónde?

–Señor, somos de la tierra huérfana de Sicilia, desamparada de Dios y de toda bondad terrena, infelices cautivos que estamos dispuestos a recibir hoy la muerte, hombres, mujeres y niños, si vos señor, no nos socorréis. A vuestra real magestad venimos, señor, pidiendo merced, de parte de aquel pueblo huérfano, para que os dignéis por la santa pasión que Dios tomó en la cruz, por el linage humano, apiadaros de ellos, socorriéndoles y sacándoles del dolor y cautividad en que se encuentran. Hacedlo, señor, por tres razones: La una porque sois el más santo y justiciero que en el mundo haya. La otra, porque la isla de Sicilia con todo el reino, es y ha de ser de mi señora la reina vuestra esposa y de vuestros hijos, por ser, como son, de la santa línea del santo emperador Federico y del santo rey Mamfredo, que eran nuestros legítimos señores. La tercera razón es que todo rey santo está obligado a ayudar a huérfanos y viudas, como viuda se encuentra la isla de Sicilia.


–Os contestamos –dijo el rey– que todo cuanto podamos hacer en beneficio vuestro, lo haremos.

Pedro III desembarcó en Sicilia con su ejército el 30 de agosto de aquel mismo año, 1282. Su flota, comandada por Roger de Lauria, derrotó a la de Carlos de Anjou en Nicoreta, por lo que el francés hubo de retirarse  a Nápoles tras renunciar a sus derechos, reconociendo a Pedro III como rey de Sicilia, el cual fue coronado en su lugar.

Como consecuencia, el reino de Sicilia se dividió en dos partes, una Insular –la isla propiamente dicha–, en poder de don Pedro de Aragón, y la Continental –, en realidad, Nápoles–, que siguió en manos de Carlos de Anjou. El rey Jaime heredó la isla y, cuando sucedió también en la corona de Aragón, tras  la muerte de su hermano, Sicilia pasó a formar parte de los dominios aragoneses.

Por el Tratado de Anagni, la isla fue devuelta a los Anjou a cambio de Cerdeña, pero se hizo sin acuerdo de sus habitantes, que preferían ser súbditos de Federico, el hijo menor de Pedro de Aragón, que, finalmente fue reconocido por el Tratado de Caltabellota. Sicilia recuperó entonces su antiguo nombre:  Trinacria.

La Trinacria, o Triskel, es un símbolo en forma de hélice que originariamente mostraba en su eje una cabeza de medusa, tal como aparecía en su forma griega con el nombre de Triskélion –τρισκέλιον-.
Como tal, aparecía ya en la Odisea de Homero:

Cuando acerques tu bien construida nave a la isla de Trinaquía (Θρινακίας).

También se refiere a ella Dante, en la Divina Comedia como la bella Trinacria.

Y en su forma griega arcaica -con la cabeza de Medusa en el centro del triskel–, fue integrada recientemente en la bandera de Sicilia. El símbolo recuerda la forma física de la Isla.


 
Más adelante, fue Fernando el Católico quien recuperó una vez más la isla en 1504; creando un virreinato para Nápoles y otro en Sicilia que, como tales, heredaron los monarcas Habsburgo y, ya bajo el reinado de los Borbón, Sicilia y Napoles se unificaron asentándose la corte en Nápoles. 

En 1848, Palermo, histórica y permanentemente supeditada al dominio extranjero, se convirtió en pionera de los movimientos revolucionarios europeos de aquel siglo.


Por otra parte, aquellas terribles Vísperas  nutrieron la inspiración romántica, especialmente a través de la música y la pintura, en el siglo XIX.


Giuseppe Verdi (1813-1901) compuso la ópera Las Vísperas Sicilianas cuando aún sonaban los atronadores aplausos a La Traviata.

 La ópera de París le encargó la obra que se estrenó en en la capital francesa en 1855, con el título Les Vêpres Siciliennes –con éxito arrollador- y en 1856, ya con el título I Vespri Siciliani, fue representada en La Scala de Milán.


      Por su parte, el pintor veneciano Francisco Hayez (1791–1882), representante del romanticismo histórico, realizó varias interpretaciones de la tragedia vespertina de Palermo.

I Vespri siciliani de Francesco Hayez.
(Galleria Nazionale d'Arte Moderna e Contemporanea di Roma)

La escena captada por Hayez no se refiere a la matanza en general, sino a la muerte del soldado francés que se atrevió a registrar groseramente a la dama siciliana, en el momento de ser ejecutado por el padre de la ofendida. 

Del análisis documental de los datos en que se basó Hayez para realizar su composición, podemos extraer muchos elementos específicos para completar nuestra historia.


Así, el soldado francés se llamaría Drouet, italianizado como Droetto. La dama que hubo de sufrir sus abusos sería Imelda, cuyo padre, identificado como Giovanni da Prócida, se encargaría de atravesar con su espada al agresor


Giovanni da Prócida (1210–1298) era un médico partidario de los Hohensataufen y colaborador de Manfredo Hohenstauffen, junto al cual luchó en la citada batalla de Benevento (1266) tras la cual hubo de escapar dedicándose, a apoyar el retorno de los alemanes a Nápoles y Sicilia. Viajó así a Roma, Constantinopla y, por último, a Aragón, donde se puso al servicio de Jaime I y Pedro III, el esposo de la heredera Constanza de Hohensatauffen.

Calificado por la facción güelfa como mero conspirador contra la autoridad establecida, fue sin embargo reconocido y rehabilitado en el siglo XIX como un verdadero diplomático que, previamente habría inentado promover pacíficamente la liberación de Sicilia, aunque sin resultados.

Algunas fuentes sugieren que fue él mismo quien, de acuerdo con su hija, provocó el incidente protagonizado por Druet y que constituyó la chispa que hizo arder la mecha de las Vísperas, de cuya organización él mismo se habría encargado.


Por último, La Crónica siciliana del siglo XIII ofrece un relato que da cabida, tanto a la preparación previa del suceso, como a la chispa casual, explicando que, si bien algunos barones sicilianos habían llegado a Palermo con el consejo secreto de hacer la revuelta, no hicieron ningún movimiento hasta que se produjo la ofensa -del francés a la mujer-, como aquellas gentes tenían por costumbre hacerlo; sólo entonces –añadía finalmente-, los susodichos barones intervinieron en el altercado y sublevaron a los panormitanos contra los franceses.



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